miércoles, 17 de octubre de 2012

Alumnos molestos

Yo fui uno de ellos. Uno de esos alumnos que encendían el teléfono móvil en clase, hacían ruiditos, se metían en peleas y dificultaban la labor de los profesores con estrategias infalibles.
Les sacaba de quicio, rasgaba su consciencia y estiraba al máximo sus nervios, que seguramente de dilataban hasta límites desconocidos incluso para ellos. Yo siempre fui uno de esos alumnos conflictivos que no hacían nada, que aprobaban porque la nota de los exámenes así lo permitía.
La voluntad del maestro era quitarme de en medio, no podía excederse a la hora de intentar pararme porque él tenía mucho que perder, poco que ganar y estaba en clara desventaja. Así que no le quedaba otra, tenía que intentar razonar conmigo, ser negociador y algo condescendiente para que el resto de alumnos molestos, en un acto de apoyo colectivo no le juraran una vendetta que le llevaría, en el mejor de los casos, al paro.

Lo que el profesor no sabía, o no comprendía era el porqué de mi comportamiento, me lo preguntaba pero yo no le respondía, si era profesor, educador, verdugo o como fuere; debía de deducirlo por él mismo. La culpa era suya: el sistema educativo coarta la imaginación, te dicen que leas un libro, un poema y luego te obligan a hacer un análisis de él, análisis en el que tienes que decir lo que el autor del libro de texto en el que el análisis se encontraba haya interpretado. Porque si tú lo interpretabas de otra forma, estaba mal. Así de sencillo. O piensas lo que el autor del libro de texto o está mal. Tu imaginación no vale para nada, eres una oveja más en el rebaño, una persona a la que intentan extirparle su capacidad crítica y su imaginación con oscuras intenciones.
De este modo el profesor es el autor material de los hechos, la persona que castra a los que no piensan como a él le han ordenado que les haga pensar.

Yo nunca me dejé castrar, por eso me revelé. Quizás fue sin sentido porque no he logrado cambiar al sistema educativo, pero he aprendido que todo en lo que un político haya metido las narices, está podrido, despide un hedor vomitivo, totalmente insoportable para mí. El profesor: revolucionario castrado, un pensador al que le han atado las manos por su falta de valentía para plantar cara. Por eso es profesor y a la vez no es nadie. Son un rebaño de pastores.

Pero he de decir que hay excepciones, esperanza. Recuerdo aquel profesor de cabellos ondulados, voz mermada por tantos años de lucha, de barriga barrilera cual campesino de pueblo y cara endemoniada.
Él me hizo persona, no fue mi profesor, fue mi mentor, mi maestro. Me enseñó que la mejor manera de combatir al sistema es meterse dentro él y perseguir durante toda tu vida un objetivo. El suyo era el de despertar las consciencias. Las bestias dormidas en cuerpos jóvenes, los que el día de mañana dirigirán el tinglado.

Era un profesor de sangre caliente, tan caliente como el mes de Julio, camaradas se agrupaban a su alrededor para oír su discurso revolucionario. Pero él no tenía intención de convencer a nadie, era demasiado profano para ello. Yo observaba la escena mientras me iba acercando a la puerta y cuando pasé por su lado escuché como parlamentaba sobre filosofía.
Esto ya era una excepción. ¿Un profesor que amaba la sabiduría? No daba crédito.
Era un viajero, un Ramón Llull moderno, humilde, un campesino desarraigado, un genio loco en busca del conocimiento.

Fue él quien me descubrió una manera hasta ahora desconocida por mí para enseñar, una manera que me devolvió la fe en el sistema educativo, una manera inquebrantable: Predicar con el mal ejemplo.
Su método era perfecto, poseía una retórica que los ignorantes castrados veían estrambótica y vacía; pero los que no estábamos castrados mentalmente, captábamos los sutiles matices de sus actos de locura, de los cuales aprendíamos más en una sola hora que en años con los remilgados y grises funcionarios cuyo único objetivo en la vida era llegar a ser un profesor mediocre y obtener una plusvalía para disfrutar de sus tan largas e inmerecidas vacaciones, motivo por el cual habían optado por magisterio. Eran como esas babosas que se arrastran por el fango y se esconden cuando oyen algún ruido por miedo a que las pisen. Sanguijuelas
que nadaban en el mundo metódico impuesto por el sistema porque no disponían de la capacidad de desarrollar su propio método educativo.

Quizás Platón tenía razón y existen dos mundos: el de las ideas y formas perfectas en el cual mi maestro sentía el peso de la soledad y el mundo más imperfecto en el que el rebaño de pastores se revuelca en la la ignorancia cuales puercos que tragan con lo que sea.