viernes, 23 de marzo de 2018

No volverá, jamás

Era una chica muy especial, había algo en ella que llamaba la atención, aunque sólo si tenías esa capacidad de ver el aura de las personas.

Su pelo era pelirrojo aunque ella desde muy pequeña lo teñía negro porque su madre le decía que el pelo rojizo era de brujas y de mujeres de vida alegre. Su cuerpo era delgado y esbelto, realmente admirable aunque lo ocultaba siempre con un ropaje cuidado y pensado para pasar desapercibida, que no era sino el rasgo más característico de su ego.

Escuchaba voces en su cabeza me decía, no podía estar en silencio porque de una forma inquietante, aparecía un ruido en su mente. Desde el más absoluto de los nadas, algo brotaba: un sonidillo tranquilizador, anestésico e imperceptible para los demás. Podía ver un baile de luces tras sus ojos cerrados, entonces gritaba en silencio y me decía que no lloraba. Yo siempre supe que mentía.

Observaba a aquella mujer bajita, bonita y tan trastornada con asombro. Ella pensaba que la vida no tenía sentido alguno, que sólo era un momento en el que cierras los ojos mientras sufres y esperas para que acabe pronto. Aún así, su dulzura era implacable, era cariñosa y hasta en cierto modo, servil. Procuraba hacer feliz a la única persona por la que sentía algo diferente, por el único ser al que no le deseaba una muerte terrible y rápida. Cuando veía a otras personas se las imaginaba como un cuerpo podrido y sanguinolento que se descomponía a la vez que trataba de regodearse en su mediocridad un segundo más.

Cada vez que nos quedábamos a solas me decía que no tenía nada bueno que darle al mundo, me susurraba acerca de su creencia de que estaba al revés, de que se sentía vacía por dentro. Al parecer su cerebro la drogaba constantemente, de algún modo no podía ver las estrellas, tan sólo oscuridad... y otra vez ese sonido en su mente.

Me abrazaba y entrelazábamos los dedos de las manos sentados en un banco de madera cerca del pueblo, yo entonces miraba al cielo nocturno y veía el esplendor de la creación, la refulgencia del todo, el resplandor de las estrellas e inmediatamente después miraba sus ojos, eran de un azul oscuro muy bonito, pero en ese momento eran completamente negros. No lo podía creer, ella miraba al cielo pero nada brillaba en sus pequeños ojos. Ahí supe que estaba completamente hueca en su interior.

Una noche, respirando esa brisa nocturna tan típica de las zonas húmedas y boscosas, después de haberla amado tanto por la tarde, una noche de fuego y hielo me acarició el oído con los labios, los mojó con su lengua a la vez que humedecía mi oreja y entonces me confesó algo: "A pesar de todo lo que hemos compartido y pasado, un día simplemente te irás, te alejarás de mí y ni tan siquiera te darás la vuelta para mirarme. Tú seguirás viviendo, yo no. Te esperaré en el más allá."

En ese instante la amargura me corroía por mis adentros y bien claro pude ver que esta no era una de tantas frases depresivas y tristes que solía decir. Esta vez el ruido en su cabeza se transformó en una premonición. Solté sus manos y me puse en pié, comencé a caminar alejándome muy lentamente de ella, escuchaba sus llantos y sus súplicas pero no podía reaccionar. Fruto de un embrujo desprecié todo lo que soy y me fui acercando a mi destino, otra vida mundana, otra persona que deja escapar el infinito. Supongo que tuve miedo de la felicidad, pues cuando la tienes pueden arrebatártela, pero cuando nada tienes nada puedes perder.

Ella sollozaba y se ahogaba con sus propias lágrimas, puedo jurar que la amargura me presionaba alrededor de la nariz, notaba cómo le hacía daño, estaba de algún modo, arrebatándole la única conexión que con la vida poseía. Dije que yo no lloraría: mentí. Ahora lloro cada día porque sé de buena fe que aunque plantes una rosa muerta, nunca volverá a la realidad.