martes, 22 de enero de 2019

Prisionero de la perpetuidad

Parece que avanzamos hacia una debacle inevitable, que todo bien que hemos ido dejando atrás se ha convertido ahora en pequeñas burbujas que encierran nuestros momentos más felices y se van flotando de nuestra vida.
El mal, todo cuanto nos pesa, se queda y se mantiene eternamente como un pequeño lastre que flemáticamente vamos soportando hasta que no nos quedan más mentiras que contarnos a nosotros mismos.

Es entonces cuando pensamos en todos los cruces de caminos en los que nos desviamos y anhelamos aquellas tormentas veraniegas que no supimos aprovechar, aquellos momentos acogedores en el hogar que despreciamos porque sentíamos que el tiempo se nos iba y que estábamos, de algún modo, desperdiciándolo. ¡Cuánto quisiéramos volver atrás en el tiempo!
Aquella chica tan bonita a la que no nos atrevimos a hablarle porque nos empequeñecíamos al contemplarla, ahora quién sabe qué fue de ella. ¿Descansará en los brazos de otro? ¿seguirá viva? ¿qué derroteros habrá sido empujada a seguir? ¿hubiéramos sido más felices a su lado? ¿y ella?
Aquel amigo al que en su momento preferimos traicionar porque pensábamos que su amistad estaba periclitando o bien porque el aura de persona especial en él se desvanecía cada día, la emoción siempre es una parte a tener en cuenta en las relaciones humanas, pero lamentablemente nunca es eterna.

La familia... siempre son los primeros en quedarse atrás supongo, los lazos de sangre no pueden condicionar las eventualidades que marcan nuestro rumbo. La genética pierde mucha influencia en seres que fueron creados para generar el caos más absoluto.
No elegimos nunca en qué hogar nos queremos criar, tampoco elegimos a quiénes debemos un respeto sin más justificación que su antigüedad en esto de la vida y algún parentesco. No tenemos la oportunidad de escoger un camino lícito cuando somos criaturas que aún no han acabado de formarse, cuando nos parecemos más a una babosa que a un primate...
Porque nos hemos permitido ese lujo, nacemos más débiles que la mayoría de mamíferos, tardamos mucho en madurar psicológicamente, nuestra pubertad se dilata demasiado y parece que no es hasta la tercera edad cuando realmente somos conscientes de lo que somos. Aunque bien es cierto que empezamos a perder facultades y quizá es en ese estado casi vegetativo, cuando somos niños pequeños y cuando nuestra edad se acerca a los tres dígitos que abandonamos un estado de alerta permanente y conectamos de nuevo con la naturaleza, quizá es en los dos extremos de nuestra vida donde realmente alcanzamos la sabiduría. Tal vez la edad adulta sólo sea una castración mental transitoria impuesta por la sociedad humana, nos ponemos una venda voluntaria porque no podemos aceptar la realidad.

Alcohol, tabaco, marihuana, cocaína... son nombres de prostitutas nocturnas con las que pasamos largos periodos para evitar caer en la tentación de hablar con nosotros mismos, de recapacitar acerca de cosas que realmente importan porque las hemos etiquetado como "crisis existencial". Tenemos un arma muy poderosa para detectar cuándo nos salimos de las líneas que nos han impuesto: la ansiedad. Cuando aparece sabemos que tenemos que recurrir a una droga, nuestro cerebro está despertando y hay que dormirlo de nuevo. Ciclos sin fin en una vida sin penas ni glorias que más temprano que tarde se convertirá en un eco en la eternidad. Llenaremos el vacío con más caos, dejaremos de ser.

La banalidad de nuestras preocupaciones nos mantiene vivos durante un tiempo, pero la lujuria, los excesos y sentir la muerte cerca de nuestros rostros, notar cómo el corazón palpita con toda su fuerza y cómo nuestro torrente sanguíneo provoca tsunamis imparables, haciendo pasar el líquido vital por oquedades angostas, ese tipo de sentimientos y situaciones nos hacen replantearnos el auténtico sentido de la vida. ¿De qué sirve una vida?
Realmente podemos verlo de muchas formas, pero la única realidad que homogeneiza a toda la humanidad es que nos pasamos la vida preguntándonos acerca de la muerte y qué habrá después. Temerosos y medrosos nos han inculcado que la vida no es lo que importa, sino lo que hay después. Religiones de la muerte, desde las monoteístas hasta las politeístas todas tratan de enseñarte a vivir siendo un mero trozo de carne que debe de molestar lo mínimo posible a los demás y cual autómata, repetir una y otra vez las acciones que ya hicieren sus predecesores años atrás. Pero en su súmmum, en su zenit, todas están hablando de la muerte.
¿Por qué creamos y seguimos religiones que nos enseñan a cómo morir y no a cómo vivir?

¿De dónde sacamos las fuerzas para vivir un día más si nuestra convicción última es que el suicidio sólo es malo porque no queremos disgustar a los demás que esperan algo de nosotros que nunca seremos capaces de alcanzar? ¿vivimos para nosotros o para los demás?

¿Es egoísta el león que caza para alimentarse? ¿es egoísta una estrella que consume todo el hidrógeno que está a su alcance? ¿son los agujeros negros malos o buenos?
Quien sea capaz de preguntarse este tipo de cuestiones o simplemente pensar en responderlas (muy probablemente haciendo una pausa sin emitir sonidos ni mostrar expresión facial alguna para asegurarse de que su respuesta no le hará verse débil frente a su mesnada) está perdido en la vida, no sabe absolutamente nada y en estos momentos, para tratar de cortar la sangría que se ha abierto se auto-flagelan por no haberse dado cuenta antes y a su vez personifican el odio a través de cuestiones tales como "¿Y acaso usted sí sabe algo? ¿qué es la vida entonces? ¿quién le ha conferido la autoridad para decirme que no sé nada o que ando perdido?"
Preguntas que aún rebajan más la auto-estima de la presa cuando es consciente que la autoridad la confiere ella misma al leer con tanta atención estas palabras y al haber dejado que abran un agujero en su alma.

Volviendo a la primera parte del párrafo anterior, piénselo bien: sin poder dar ninguna definición real y empírica del bien y el mal, la mediocridad del ser humano le empuja a personificar objetos, entes y fenómenos naturales, le impele a contestar todas las preguntas que se le formulan aún cuando no las entiende, sólo porque así nos lo han dicho cuando éramos bebés. Se ve coaccionado a plantearse si un agujero negro puede conocer el bien y el mal y actuar de forma consciente enfocando sus acciones a uno de esos dos lados. También se podría argumentar desde la mezquindad que no lo hace conscientemente, pero es malo porque a nosotros no nos trata o trataría con piedad, porque para él sólo somos unos puntitos brillantes que podría aplastar sin proponérselo.
Finalmente se podría incluso sostener, con un toque muy vulgar, que no es bueno ni malo, dando por hecho que la respuesta correcta cuando no se sabe de algo siempre es la medianía, quedarse en el umbral, no decidirse por una puerta u otra, simplemente quedarse en el corredor esperando que alguna se abra o que alguien a quien podamos cargar nuestra responsabilidad nos indique el camino.

Llegados hasta este punto se podría profundizar un poco más en la mente del ser humano, si realmente quiere hacerlo, relea el párrafo en el que comenzó a sentirse adocenado y cambie "estrella" por "humanidad", cambie "hidrógeno" por recursos naturales, cambie ahora "agujero negro" por "dios". Y entonces lea de nuevo la última parte, verá cómo su vida da un vuelco si es que acaso queda algo de inteligencia real en usted, si es que no se la arrebataron cuando dejó de ser un niño.

Si durante la lectura de este texto sólo tiene ganas de aprender más y de reflexionar, si realmente nota que algo ha cambiado en su vida, entonces siga luchando. Si no ha sentido nada o si simplemente la vanidad y su naturaleza le impide reconocer que los demás influyen en usted, quizá por miedo, entonces deje de tener miedo a la muerte. Usted ya está muerto.

 Athánatos - Presentación del día de la luna, Introducción.