domingo, 8 de mayo de 2016

-Es la niebla que no te deja ver más allá.
-Pero... ¡Maestro! Ella quiso tomar lo mejor de mí.
-Ella solo quería y pedía un último beso. Ahora se desvanece con la sal del mar y nunca volverá.

El maestro seguía recriminándome mi comportamiento obsceno, pero ella acariciaba mi pecho con sus orejas y yo sabía que el latido de mi corazón no estaba ahí para calmarla, sino para mi propio beneficio. Hay algo que nunca entenderé, cómo puede llegar a ver a la dama blanca el maestro.

Desde que era apenas un niño ella siempre estaba ahí, pidiendo un último beso, uno que yo nunca recordaría. Ella era el pasado para mí, pero no podía existir sin mí. A cada paso que di ella estuvo ahí acompañándome, felicitándome por cada gesto, por cada momento; disculpando cada fallo y engrandeciendo cada acierto. Pero yo la dejé atrás. La dejé por carne, solo me interesaba la carne aunque estuviera envenenada. No podía aspirar a menos.

Cada caricia, cada abrazo, cada momento íntimo y cada cambio de forma que ella sufría, ese olor a noche tan penetrante y tan placentero. Esos golpes de mar que me helaban el pecho, esa cabeza ardiendo que lograba hacer hervir mi sangre. Aquellos malos tragos que malograban lo maligno que había en mí, la maldad de mi ser.

Quien se acerca a la orilla puede sentirlo, es la soledad del marinero, la destrucción total.

Cada vez que ella no pueda dormir yo estaré a su lado para susurrarle esta canción.

Mark Kerkel -  Capítulo décimo

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